Es cierto que el frío bogotano fue intenso durante la primera temporada de Yellow taxi. Sin embargo, es probable que la sensación de gelidez con la que salimos los asistentes se debiera a sugestión. Es posible porque en la obra se menciona constantemente que la acción transcurre entre la neblina nocturna que cala los huesos de los personajes. No se puede aseverar fehacientemente, pero la sospecha persiste ya que al terminar cada representación las sensaciones quedaban confusas, perdidas, sin un foco preciso que terminaba por imprimirse en los sueños de las noches subsiguientes y lo único inmutable es la huella del relente.
Yellow Taxi… o La Esquina… o Cómo murieron los futbolistas que mataron a Karim es una obra de Víctor Viviescas (puesta en escena por su grupo Teatro Vreve, bajo su dirección en el Teatro de Garaje) marca un hito particular en la trayectoria del autor. Escrita en 1993 gracias a una beca de creación, publicada en el 2005, Yellow… tuvo que esperar seis años para ser montada en Bogotá, a pesar de que su acento es totalmente paisa y “es el resultado de una indagación sobre las masacres de jóvenes en las esquinas de barrios populares de Medellín, llevadas a cabo por distintos actores que se engloban en la horrorosa denominación de 'escuadrones de la muerte' o 'escuadrones de limpieza social'”[1]. Así, la primera impresión es que la obra se ocupa de cinco sicarios jóvenes que se atrincheran en una loma para tender una emboscada a un grupo de limpieza que azota la ciudad. Al tiempo, este “parche” celebra el aniversario de la muerte de Karim, un travesti al que asesinaron hace cinco años.
Pero retomemos. Apuntábamos que esta pieza marca un hito en la escritura de Viviescas porque sirve como transición entre una mirada de las violencias del pasado (Aníbal es un fantasma que se repite en todos los espejos, Crisanta sola, Soledad Crisanta; Melania equivocada) y una preocupación por la tendencia a relacionarse mediante la crueldad que se han normalizado en la sociedad actual. Dicha preocupación después va a hacerse más penetrante en obras como Lo obsceno, La historia del fin del mundo o la más reciente, Infierno. Además, Yellow taxi marca un punto de inflexión porque el lenguaje se transforma y aunque sigue permeado por un alto nivel poético, las figuras son más sencillas, más cotidianas. En todo caso, es innegable que el factor que afianza la singularidad de esta obra es la necesidad que tiene el autor de exponer al espectador a la ambigüedad incesante. Viviescas se afana por borrar los límites: entre el lenguaje de barrio y el de la poesía; entre el escenario y la sala; entre la vida y la muerte; entre lo real y lo ficcional; entre lo masculino y lo femenino; entre el teatro y las demás artes.
Si empezamos por la pertinencia del lenguaje, nos encontramos con la dificultad de suponer a un sicario de baja monta diciendo algo como:
Sé qué me va a decir. Que no pudo llegar al granero. Que no más salir de aquí, lo asaltó la nostalgia, el desvarío, unas atropelladas ganas de llorar. Que se confundió, que lo rodeo un aire que provoca desconcierto, dolor de huesos, flojera y miedo de la muerte. Que quiso que se le aparecieran tigres y hienas para poder enfrentarse a ellos, para probar su ferocidad. Que lo hizo. Que se enfrentó a dentelladas con las garras de los tigres, que rasgo su piel lustrosa, que hizo con sus uñas nuevas rayas oblicuas en esos aterciopelados mares de amarillo y ébano.
Es muy difícil porque estamos convencidos de que hay un tipo de lenguaje para cada tipo de sujeto social y un matón no cabe en la imagen del hombre que pronuncia un discurso de tal elaboración. Pero esta contradicción no hace que los personajes sean inverosímiles. Primero, porque ellos, generalmente, usan un léxico “adecuado” a su condición y se sienten extrañados por ese argot que, a veces, los posee sin su consentimiento. Es decir que no es un error en la concepción del personaje, es deliberado por parte del autor que tiene un objetivo con esta mixtura de lenguajes.
Segundo: no hay una intención de representar sujetos reales. Esto se hace obvio a lo largo de la obra. El espectador puede notar que la obra trasiega diferentes niveles de realidad, con lo cual abole la perspectiva realista que limitaría a los personajes a ser una imitación o un simple comentario del mundo diario. Al contrario, hay una como nebulosidad que impide que fijemos certeramente el espacio, la dimensión, los paradigmas humanos que se edifican en la pieza. Puede ser que todos los personajes se encuentren en el infierno y lo que hacen no es más que revivir el instante de su asesinato. Tal vez. También puede ocurrir, que están en esa esquina tendiendo una celada a unos anónimos enemigos y, de repente, tienen la lucidez para ver que son simples figurines en la trama de una obra de teatro que se representa en ese momento. O, simplemente, es el miedo que les hace presentir su irrealidad, su mortalidad. Quizá pasan por todos esos niveles de realidad simultáneamente: están vivos y deliran, están muertos y recuerdan, son personajes que se desencajan de su rol y se percatan de presencias que los observan. Cuando termina la obra quedan todas las posibilidades latiendo en el ambiente y cada espectador decide si ceñirse a una o permitirse aceptar la coexistencia de varias interpretaciones.
Como decíamos, el uso del lenguaje no es inocente. El autor calcula todas las posibilidades y lo que parece intraducible del libro a la escena se convierte en un juego para la imaginación del espectador, que desborda gracias a la palabra. Es Fernando Pautt -en su papel de narrador- el guía hacia las profundidades del Averno. Como un locuaz Caronte nos arrastra y donde sólo hay dos puertas, una escalera y una cuerda que pende presenciamos una esquina envuelta en la niebla de la madrugada,
Ruido sordo de desprendimiento, algo que se aja, que se separa, que se desprende. Paulatino resquebrajamiento, alejamiento en trozos, despojamiento del decorado. Todo huye, todo se aleja, la escena toda se queda sola, sin límites, en el abismo.
Ahora un liviano viento, un ligero torbellino se desplaza entre las ruinas, vuelve la niebla.
Aumenta.
Pero la palabra transmuta y la esquina brumosa desaparece. En el escenario hace presencia Karim (otra vez el magnífico Pautt) atrapado en el limbo de los que perecen sin redención o en la conciencia culpable y delirante de Uno que lo asesinó en complicidad de esos otros cuatro que moran y desesperan contra el muro.
Aquí hay que señalar que la interpretación de Leonardo Lozano como Uno es titánica. No sólo porque -como Atlas- sostiene el universo de la obra al permanecer incólume en el escenario durante las dos horas de la representación, fungiendo como eje de toda la pieza, sino porque su personaje da paso a la esfera de la muerte y con ella a la sugestión de que el mundo de pesadilla que pueblan es el del infierno, como la repetición eterna de una acción equívoca que siempre desemboca en el desastre. No obstante, es el talento histriónico el que faculta que esta " sugestión de la esfera de la muerte" sea porosa y se yuxtaponga a la, también plausible, sugerencia de que (la suya) es la febril visión de un drogadicto consumido por el hambre, los prejuicios y el remordimiento.
Otra tensión que se construye y se mantiene es la que hay entre ficción y realidad. Si bien todos los personajes hacen referencia a la teatralidad de la situación, a la escena o al público presente, son Cuatro y Cinco (Luis Eduardo Montaña y Milton Lopezarrubla) los encargados de que el espectador pierda la sensación de confort y seguridad. Así como ellos dos empiezan a sospechar que su materialidad se está fracturando y pueden percibir una fisura, una grieta en su dimensión, los concurrentes empiezan a sospechar que dicha fisura conduce a su presencia frente al escenario:
CINCO- ¿Quién sabe? Lo primero que se siente es miedo. Lo único. Desazón también, ganas de morirse, temor de ya estar muerto.
DOS- Están colinos.
CUATRO- No sabés lo que es eso. Atemoriza. Todo en silencio y sentís unos ojos que te siguen. Por donde voltiés te vigilan, te escrutan, sobre todo te escrutan. Es como si el desconcierto fuera compartido.
La resquebrajadura que se abre rompe el límite entre la penumbra del proscenio y la oscuridad total de las bancas. Este interregno entre lo real y lo imaginario tiene algo de misterioso que roza el espanto y el humor. De ahí que el desconcierto sea compartido, porque darse cuenta de que los personajes cobran sustancia tiene algo de festivo; pero sentir que uno mismo la pierde para "ficcionalizarse" y ser otro figurante impone el horror de lo ominoso.
Por otro lado, Giancarlo Mendoza tiene la tarea de encarnar a Dos, el más joven del grupo. Su ejercicio actoral acentúa la complejidad de este personaje que además de transitar la adolescencia es el ejemplo del interés Víctor Viviescas por la memoria y sus riesgos. Dos no está seguro de sus recuerdos. A él también se le escapa el mundo y duda de su realidad, pero la suya es una preocupación más significativa en lo individual porque ni siquiera puede contar su propia historia. No sabe sólidamente qué pasó cuando asesinaron a Karim y las imágenes de otros homicidios se le confuden como (o, tal vez, con) fragmentos cinematográficos en desorden. Lo que fue, lo que ha querido ser: un collage de antihéroes holliwoodenses y matoncitos de barrio sin un fondo preciso.
Queda claro que Yellow Taxi… o La Esquina… o Cómo murieron los futbolistas que mataron a Karim transita los territorios de lo opaco, de lo que tiene borroneado los bordes. Así como sucede con Cuatro y Cinco que parecen mostrar facetas de un solo personaje. Siempre juntos se complementan y se contradicen de la misma manera como una sola persona en distintos intervalos del mismo día. Luis Eduardo Montaña le da un toque de inocencia y de pasmo a este personaje bicéfalo y Lopezarrubla es el puente paradójico entre lo cómico y la premonición de lo aterrador que los rodea.
Como con la identidad única, pétrea y diferenciada de los sujetos, Viviescas recusa la idea de género. Más allá de que Karim sea un hombre travestido, entra en juego un subterráneo triángulo amoroso entre Dos, Uno y Tres. Una triada que alternativamente se repudia y se ama y que, a todas luces, reniega de la homosexualidad y la castiga como a una ofensa. Tres que en el papel impreso sirve como detonante de las peleas, en el escenario cobra un peso sobrecogedor, gracias a la actuación de Sandra Camacho, quien con ropa femenina hace el papel de un hombre. Esta perturbación en los órdenes normales introduce un nuevo elemento de caos para la sorprendida mente de los asistentes.
En definitiva, Yellow taxi… es una crítica a la violencia y a la intolerancia, pero como toda gran obra de arte contiene múltiples lecturas. Su complejidad es un reto para el espectador, quien al verla se somete al vértigo que genera este juego de tensiones y ambigüedades. La complejidad en la temática y en la ejecución de la puesta en escena, sumado al dispositivo técnico (sencillo –no simple-, pero milimétricamente planeado) y al acompañamiento musical en vivo logran una alquimia densa pero placentera a pesar del frío capitalino.
Alexandra Aguirre Rojas
Yellow taxi… o La esquina o Cómo murieron los futbolistas que mataron a Karim. Dramaturgia y dirección: Víctor Viviescas. Actuación: Fernando Pautt, Leonardo Lozano, Giancarlo Mendoza, Sandra Camacho, Luis Eduardo Montaña, Milton Lopezarrubla. Director asistente y productor de campo: Javier Giraldo. Diseño sonoro: Federico Viviescas. Ejecución musical: Julián Restrepo. Diseño del espacio escénico y la iluminación: Javier Giraldo. Estreno: Teatro de Garaje. Bogotá, Colombia. 16 de noviembre de 2011.
[1] Viviescas, Víctor. La esquina. Bogotá. Universidad Francisco José de Caldas. Colección Teatro colombiano, vol. 4. 2005. Página 7.
Excelente e intensa impresión de lo una combinatoria conmovedora. Da ganas de verla...llegará a Buenos Aires?
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