Marcela Ortiz G.
¡Gracias, Teresa!
Cuando Maurina Julio atraviesa con el nailon una insignificante conchita de caracol, el universo entero se tiende a sus pies. Mujer, humilde, anciana y negra, cada mañana dirige con sus arrugados dedos la sinfonía de las pequeñas cosas, cuyo secreto ancestral es cuidado celosamente por ella y cien artesanos en Bocachica, Isla de Tierra Bomba —distante de Cartagena, La Heroica, tantos kilómetros de olvido como de los que es capaz el ser humano.
Son las nueve de la mañana. En casa de Maurina no hay cocina pero huele a café; lidiar con carencias y contradicciones es una eterna misión para los cuatro mil habitantes del pueblo. El aroma proviene de la enramada donde su raquítica figura es un utensilio más. Cuerpo y espacio retratan la pobreza heredada generación tras generación con efecto colateral entre los bocachiqueños: una sonrisa burlona a la desgracia.
La isla no tiene acueducto ni alcantarillado ni nada que se parezca a un servicio público; con todo, la dignidad de los lugareños sobrevive. Por esta razón y aunque tenga setenta y tres años, acomoda sus rizos grisáceos en una trenza, es cuidadosa en lavarse la cara y cepillarse los dientes, su segunda fuente de orgullo —la primera es haberse descubierto útil en el preludio de la muerte.
El sol le calienta los huesos, la invita a acomodar su silla de plástico en las polvorientas calles del Barrio Alto. Sobre un pedazo de madera astillado improvisa su mesa de trabajo. Allí pone un vaso con centenares de Ciguas, aguja e hilo. Limpia los lentes y ante ella, un milagro: repletos de luz, centenares de cadáveres de caracol renacen en forma de collar o de pulsera. La cotidianidad delira cuando su ser entero experimenta la creación. Este es su particular grito de independencia.
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Nació el 13 de julio, pero su memoria ya no retiene de cuál año. Graba conceptos como recuerdos con una extraña fórmula: los trae al presente a través de emociones o sentimientos. Hijos igual amor; pobreza igual estómago vacío; maridos igual soledad; artesanías igual libertad. Esta es la razón por la cual calcó para siempre las lecciones que le dio su hija Ledis. Ahora depende de sí misma y desempeña el disciplinado rol de asistente en largas jornadas laborales.
Maurina Julio |
La maestra observa a su madre con el rabillo del ojo. Hace calor. Las escasas sombras anuncian la llegada del mediodía. Hora de almuerzo. Ledis se incorpora, debe ser rápido porque la meta es elaborar quince pulseras, es decir quince mil pesos, es decir comida para diez personas, entre nietos, hijos y cabezas de hogar.
—Conocí el valor de mi propio esfuerzo a los sesenta y ocho años —dice Maurina con poca vergüenza. La misma actitud aplica a su respuesta sobre el número de hijos paridos en los tiempos sin luz eléctrica: once en total, de los cuales cuatro murieron, tres son artesanos, uno es pescador, uno más es celador, otro es trabajador del mercado en Cartagena y el último, enfermo mental. El suyo es un cuento más entre otros. Aterradoramente normal.
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La lucha diaria por sobrevivir en Bocachica transcurre sin aspavientos. El bongo (canoa grande) transporta agua potable a la zona dos veces por semana. Mujeres en fila compran a quinientos pesos cada galón, llevan todos los que puedan cargar. Los comedores familiares venden arepas de huevo, carimañolas, chicharrones y patacones entre amigos y vecinos, pues de los turistas no se supo nada más. Competir contra la infraestructura de las Islas del Rosario o Barú no es siquiera una opción.
A unas siete millas y frente al poblado de artesanos y pescadores se erige Bocagrande, su antagonista en este teatro histórico. En 1930, las comunidades negras residentes en la que es hoy la zona turística más importante en Cartagena dejaron sus propiedades por veinte pesos. Jamás regresaron y menos como dueños de nada. Los hijos de Maurina o de sus vecinos lo han hecho para trabajar en las playas, en la ciudad donde se bebe a diario un peligroso coctel entre desarrollo y exclusión.
La principal fuente de ingreso para las familias se desmorona ante la mirada altiva del Fuerte de San Fernando, tan ajeno a sus descendientes como a quienes lo construyeron: esclavos, libres y castigados cuya tarea fue proteger con su sangre el Castillo de San Luis de Bocachica y servir de amortiguador ante los ataques de piratas. La arquitectura real que combina reductos del fuerte y trazados viales —apenas notorios— pasa inadvertida bajo apresurados pies ocupados en buscar mejor suerte para ellos y sus familias.
II.
El sol brilla sobre la isla. A muchos les gusta la intensidad que toman el naranja, el rosado y el azul sobre algunas casas a las tres de la tarde. En el Barrio Bajo, Arnoldo Castro, otro de los portadores del ‘secreto de Bocachica’, ayuda a su hermana a hacer fritos para vender a los pescadores cuyas barcazas comienzan a asomar a esa hora.
—Cuando el sol se va ocultando sé que Dios creó todo esto, soy un afortunado, ¿sabe?, aprendí la artesanía no para malvenderla ni para bebérmela.
Arnoldo Castro |
Asegura poseer un don divino gracias al cual en tiempos remotos sus ojos encontraron entre los desperdicios del mercado de Bazurto una fuente de vida eterna. Marcelino y Henry Castro, Rafael y Salvador García, Dairo Gómez y él aprendieron cómo los huesos de la vaca —basura para los comerciantes en La Candelaria o en María de la Esperanza— son una veta en bruto para hacer collares. Su mayor descubrimiento no fueron unos pesos de más, sino la capacidad de advertir esperanza entre la miseria.
Vender joyas exóticas, en un continuo peregrinar por los pueblos de la costa atlántica, trae generosas retribuciones: hasta un millón de pesos en cada viaje. Pero, por una ley anarquista, si las artesanías le dan todo a Arnoldo también se lo quitan. Dedicarse al oficio durante veintitrés años le ha costado una eterna cuota de soledad.
—La artesanía es la vida mía. Caminando he encontrado amigas que me quieran, pero no que se comprometan.
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Es optimista. Le gusta anticiparse a la salida del astro rey, suele esperarla sentado en el muelle. Todo él muere de asombro cuando la inmensidad alberga generosamente a los humildes: a los peces, alimento para dos mil niños amenazados por elevados niveles de desnutrición, y a las conchitas o al coral, fuentes de trabajo gracias a las cuales sus manos dejan de extenderse para pedir limosna en la playa.
—La Cigua solo se deja ver de los sencillos de corazón —asegura Arnoldo.
Los buzos langosta le han contado detalles del descenso al hábitat de los caracoles —enterrados en la arena gris a una braza de profundidad. Estos hombres, de talla olímpica, permanecen sumergidos hasta diez minutos soportando el peso del océano para recolectar la materia prima de una legendaria tradición en Bocachica.
La gente de la Isla —desconectada del frenesí y la superficialidad cartagenera— se casó para siempre con la naturaleza, en su propio templo y con sus propias leyes, en una declaración de franca rebeldía contra la sociedad de consumo.
III.
Son las cinco de la tarde. Ortelio Torres transforma el coral en joyas marinas para turistas. No pierde la costumbre, aunque los clientes escasean en esta época. El hombre, de cuarenta y seis años, se sienta frente al esmeril; quiere dar a sus piezas el brillo de un diamante.
Es la misma persistencia que lo poseyó noches y días, puliendo piedras, cortando ramas, lijando asperezas. Literalmente, pagó con las manos la universidad de sus hijos: un ingeniero y una auxiliar de enfermería. ¡Milagro!, pues la mayor parte de los jóvenes isleños no acceden a educación superior.
Ortelio Torres |
Mientras Ortelio revuelve un puñado de figuras de colores negro y café, cuenta como en sus largas luchas por sobrevivir fue vigilante, pescador y albañil. Pero, como la sangre arrastra, se dedicó a trabajar el coral. Seis años atrás alcanzó a ganar hasta cinco salarios mínimos -mil dólares de hoy- es decir, toda una fortuna para un habitante de Bocachica.
Ortelio revuelve un puñado de figuras de colores negro y café, busca la mejor para destacar la excelencia de su arte. En sus largas luchas por sobrevivir fue vigilante, fue pescador y la mitad de su vida ha sido artesano. A finales de los noventa llegó la crisis del turismo. Desde entonces se debate entre el amor y el tedio, tanto que ha llegado a ansiar colgarse el mote de “exartesano”.
Las calles hierven como en carnaval. Desde la plaza principal, entre el polvo y los rayos del sol, se ven brotar como hormiguitas miles de zapatos negros de colegio. Son los niños de la escuela pública. Un cartel, dos carteles, tres carteles; pasan tan rápido a la vista que es imposible leer nada. Las mujeres fisgonean; crucigramas y sopas de letras minutos antes en manos de las vendedoras de fritos, vuelan sobre las sillas; una Biblia se paraliza en Hechos de los Apóstoles: es un acto de magia. Algunos estudiantes quieren una fotografía de su cartelera.
Es el día de la Afrocolombianidad. En todos los rincones del Distrito Turístico se reivindica a los negros, cuya fuerza y habilidad fue usada para construir mil ochocientas casas coloniales, once kilómetros de murallas, cien fortificaciones y hasta once conventos, es decir, las páginas de la historia cartagenera escritas en piedra. El espectáculo desaparece.
En el Barrio Alto, la voz de Teresa Torres —hija de Ortelio— transporta hasta una iglesia sureña de 1800 en los Estados Unidos, cuando los negros cantaban celestialmente para desahogar años de represión en manos del hombre blanco. No entona vallenatos ni nada típico. Su repertorio es música cristiana.
A los negros de esta isla como a los de Norteamérica les fue impuesta otra religión; con los años se aferraron a ella como a su propia piel —algunos dirán, borrando su verdadera identidad, y otros, especialmente ellos así lo piensan, sanando las heridas del negocio más bárbaro creado por el hombre: la esclavitud.
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A las seis de la tarde, el Castillo de San Luis de Bocachica se baña entre púrpuras y azules. Hacia el sur, los cañones recién pintados de rojo cobrizo apuntan al sol, que se despide; al occidente, el Fuerte de San José vigila en la distancia a Bocagrande y Mamonal.
En su casa, Maurina está preocupada porque no hay comida. No vendió los planeados quince mil pesos. Algunos hijos ayudan con arroz y pescado.
Ortelio apaga las luces del taller, se sumergirá en alguna telenovela; tal vez el viaje comience de nuevo.
En la recepción del hotel El Tigre—de su propiedad—, Arnoldo recuerda que hace un año pidió una cita médica en el centro de salud local. La doctora nunca llegó.
Pero ni la falta de comida de Maurina, ni las tempranas frustraciones de Ortelio o el sentido de orfandad estatal experimentado por Arnoldo quebrantan el sentido de vida que ellos y tantos otros artesanos han tejido finamente a través de los tiempos.
Portan con orgullo el secreto de Bocachica, el valor de las cosas pequeñas: llave para sobreponerse a la adversidad económica, a la indiferencia y hasta para desafiar los propios miedos. Bendición, agradecimiento y libertad llueven como maná del cielo.
Ortelio, Maurina y Arnoldo nacerían de nuevo en su isla solo por tener el chance de ver, cada mañana, cada atardecer, ese polígamo y eterno beso entre el sol, la luna y el mar.
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