Por: Alexandra Aguirre Rojas
Woyzeck es
el título de la pieza dramática escrita por Georg Büchner en 1836. La obra
recrea una historia muy sencilla sucedida poco antes: un soldado de muy bajo
rango asesinó a su mujer en un arranque de celos. Parece un caso cotidiano,
casi intrascendente. Sin embargo, la exploración que Büchner hace del tema la
convirtió en algo distinto. Algo muy significativo debe tener para que se siga
representando después del siglo y medio transcurrido desde su redacción. Woyzeck se ha llevado al cine, a la
ópera, ha inspirado piezas musicales y, además, es reputada como germen de
corrientes artísticas como el naturalismo, el expresionismo y el teatro del
absurdo. Una obra de tal trayectoria exige un grupo con agallas para enfrentar
su montaje. Un grupo que haga una lectura noble, que respete la esencia del
texto, pero que le imprima un acento singular para que el público actual pueda
saborear lo trágico de la experiencia humana que se vislumbra en el original. Es
decir que el montaje debe tener eso de lo que Octavio Paz habla cuando compara
la escritura con el amor y que todo arte debe poseer: un designio de respeto y
transgresión, simultáneamente. Yo creo que el grupo Gestión Escénica, con la
dirección de Javier Londoño, lo logra.
La obra, Un
tal Franz Woyzeck, propicia en el espectador el deseo de saber. Querer
saber. Queremos saber cómo se va a resolver sobre la escena, porque es una
historia famosa que muchos conocemos y al ir a teatro estamos dando fe de que
creemos que en las tablas se puede presentar cualquier historia, por más
célebre que sea, de una forma absolutamente sorprendente. Yo quería saber y no
quedé decepcionada ya que hay una serie de cuadros delicadamente construidos
que halagan el apetito por la belleza. Todo en un único espacio coronado por
algunas estalactitas, a manera de memento mori, que recuerdan continuamente la
precariedad y el abismo al que se enfrenta el protagonista. Las estalactitas
son, también, espadas de Damocles que
penden admonitorias sobre cada una de las escenas asimilables con pinturas en
movimiento. Además de la bella imagen, presenciamos una actuación que podríamos
tildar de sobria -aun en los personajes de índole caricaturesca- y que, salvo
en un momento en que se exagera la desesperación de Marie, acentúa la sensación de una obra plástica con
movimiento de relojería.
Un elemento de este
mecanismo es el contraste que se establece entre Woyzeck y los otros personajes.
En especial con el Doctor y con el Capitán, cuya presencia bufonesca recuerda
al personaje estereotipado de la comedia del arte y que encarnan
–ridiculizando- la doble moral y la ciencia deshumanizada. Estos dos personajes
proporcionan el sentido del humor que, por oposición, va a intensificar el
suceso trágico. Pero, también, encarnan la perfidia. Ellos son los encargados
de martirizar a diario a Woyzeck. El Capitán, continuamente, lo somete a
discursos sobre la moralidad y la ética con la única intención de denostar su pobreza,
su concubinato y la “bastardía” de su hijo. Por su lado, el Doctor considera a
Franz un simple sujeto de prueba.
Woyzeck no es más que un objeto de experimentación al que se le exige
abandonar el control sobre su cuerpo, para ejercer sobre él todo tipo de
pruebas que lo desgastan y a cambio de una paga miserable Woyzeck se convierte
en el blanco de las burlas y abusos de estos dos superiores.
La tragedia se desata
con la llegada del Tambor Mayor que entra al escenario como una fuerza poderosa
que arrasa con el pobre homúnculo que es Franz. Gracias al poderío sexual de
este “semental” se va a derrumbar la precaria existencia del héroe. Cuando el
Tambor Mayor conquista lascivamente la atención de Marie despoja a Woyzeck de
lo único límpido que poseía, lo único que le daba fuerza para soportar la
humillación de la que es víctima diariamente: su amor.
El Capitán, el Doctor y
el Tambor Mayor son figuras petrificadas por el rol social que desempeñan, su
solidez confronta a Franz Woyzeck que es un cúmulo de dolor y dudas. Su
ingenuidad y su amor son rasgos que están cada vez más cerca de precipitarse al
vacío, por culpa de esos tres figurines que cuajan las fuerzas de un mundo
–humano- abrumador y opresivo. Woyzeck se ve abocado a la pesadilla, corre sin
descanso porque no puede hallar su lugar, el espacio vital necesario para refugiarse
y auto conservarse. Franz corre todo el tiempo, no habita; no puede habitar,
precisamente, porque él no es como esos tres.
Él no tiene lugar fijo en el mundo. La locura, la pobreza y el oprobio lo obligan a errar sin rumbo, directo hacia la catástrofe. Tras la vejación a la que lo somete el Tambor Mayor, el horror y el delirio se desbordan y ese hombrecito es impelido por fuerzas que lo arrebatan. Intuimos lo que va a pasar, si es que desconocemos la historia. Cuando Franz Woyzeck compra el cuchillo se cierne, sobre la escena, la desgracia. Y aquí es donde el espectador se ve sorprendido porque hay una secuencia que se repite; los mismos gestos, las mismas palabras pero con opuestos significados: una mano que toma el cabello, una pregunta, un rodar por el suelo entre jadeos. Primero vemos a los amantes que se reconcilian, los esposos que reconstruyen el amor en la noche regida por una roja luna de pasión. Pero cuando Woyzeck recobra la cordura cada gesto y cada palabra se descubren llenos de pánico y furia. La luna roja está teñida por el crimen, por la sangre de la que ama. El público presencia la revelación: la escena previa era sólo espejismo tejido por el deseo del protagonista. Tomar el pelo de Marie es un acto de fuerza para retenerla, la pregunta de ella está plena de desconfianza, de temor y no han hecho el amor. Los jadeos surgen de la lucha mientras él la asesina. El homicidio de Marie es la fisura por la que se desbarranca el último girón de esperanza. De aquí hasta su muerte, Woyzeck no será más que un guiñapo semiconsciente que, por fortuna, no va a presenciar el ultraje postrero cuando quienes encuentran los cuerpos exánimes califiquen de “buen asesinato” lo sucedido. Con esta frase se despoja de todo patetismo el sufrimiento del protagonista. Ni siquiera merece la compasión ajena. Él era tan poca cosa que sus vicisitudes no repercuten, aunque sea provocando horror, en ese mundo que siempre le fue ajeno.
La obra se titula Un tal Franz Woyzeck y uno se pregunta si ese “un tal” es sinónimo de Fulanito de Tal o de Perico de los Palotes. Es decir, si el protagonista es un cualquiera, un ciudadano normal, usted o yo. La pregunta apunta a que, tal vez, ese dolor que sufre el “héroe” es una exageración, una hipérbole de lo que es el ser humano. Tal vez sólo sea la historia de un simple soldado alemán de hace dos siglos, pero parece lícito sospechar que Büchner descubrió en esa anécdota algo singular que permanece y nos habla hoy en día. En todo caso, en la obra hay una inquietud por la fragilidad de eso que, ingenuamente, llamamos “lo humano”. No es gratuito el subtítulo que acompaña la obra: “El Hombre es el lobo del Hombre”, esa es la frase lapidaria que Hobbes usó para denunciar nuestro egoísmo insano y avasallador, que parece no encontrar sosiego hasta que consigue la destrucción del otro.
En definitiva, Un tal Franz Woyzeck es una pieza que
repetiría gustosamente. Quisiera verla para descubrir cómo un montaje
contemporáneo, con vestuario, luces, sonidos actuales y con una estética casi
minimalista me trae a la mente el tormentoso y hacinado infierno del Bosco en
su Jardín de las delicias.
FICHA
TÉCNICA
Un
tal Franz Woyzeck. Dramaturgia original: Georg Büchner.
Versión y dirección: Javier Londoño. Grupo: Gestión escénica. Actuación:
Giovanni Galindo Cuervo, Gloria González, Leonardo Lozano, Armando Rivera, John
Jairo Meza, Libardo Mejía, Paola Abril y Fernando Pautt. Musicalización y
composición: Carlos Lara.
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